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REFLEXIONES

BÁSTATE MI GRACIA - 2/21/16

2 Corintios 12:7-10

 

 

INTRODUCCIÓN

 

 

Para muchos historiadores tanto sagrados como seculares, no existe en toda la historia del cristianismo una conversión más importante y trascendente que la de Saulo de Tarso. A diferencia de muchos otros grandes cristianos, Saulo se convirtió siendo ya un hombre admirable. Ciertamente, vendría a brillar en el evangelio, pero ya brillaba  en el judaísmo. Como miembro de la religión judía, se gloriaba en su perfección religiosa.  (Filipenses 3:1-6) Escribiendo a la iglesia en Filipos, les recuerda que él fue de los fieles creyentes en la circuncisión religiosa, y les enumera todas sus grandezas: hebreo de hebreos, circuncidado al octavo día, en cuanto a la ley, irreprensible. ¡Esas eran palabras mayores¡

 

Resulta entonces que este hombre, conociendo ya la grandeza humana, viene a ser aún más engrandecido por Cristo al entregarle la misión de salvar a los gentiles. Y Pablo realizó aquella tarea de manera brillante, incomparable. Podemos decir entonces, que Saulo de Tarso, el judío,  fue grande y Pablo, el cristiano,  fue aún más grande.

 

Pero muchas veces, miramos tanto a Pablo el grande que se nos olvida mirar al hombre pequeño (paradójicamente Pablo significa “pequeño”), afectado de una humanidad pecaminosa que incluye la soberbia, el orgullo y el ego, y que el Señor tuvo que tratar con ese Pablo pequeño a fin de que llegara a la meta de su carrera como el gran apóstol a los gentiles.

 

¿Cómo trató el Señor con Pablo el grande?

 

En primer lugar, recordándole continuamente que sólo era un hombre como cualquier otro. Y lo hizo con un método doloroso y vergonzoso. Tenía que ser así por cuanto Pablo había alcanzado alturas que ningún otro hombre había sospechado siquiera. En los primeros versículos de este pasaje que hemos leído, habla de sus experiencias en el tercer cielo y el paraíso. Reconoce que no existen las palabras para describir lo que él había visto. Habiendo llegado tan alto, necesitaba bajarse de la nube y descender otra vez a la tierra. En medio de su grandeza reclama en tres ocasiones, ser sanado de aquella enfermedad que él llama “un aguijón en la carne”. Seguramente que no habría orado por unas pocas horas en cada ocasión. Habrá orado días enteros, semanas enteras, quizá hasta meses, buscando el favor de Dios. En las dos primeras ocasiones no tuvo respuesta, pero a la tercera, Dios le respondió. (7) Y le dijo claramente: bástate mi gracia. En otras palabras, no te lo voy a quitar porque así nunca olvidarás que solamente eres un hombre. Pablo lo entendió bien. Comprendió que Dios dejaba aquel aguijón, aquel dolor, aquella pena, aquella humillación en su cuerpo, por su propio bien. Lo más admirable de todo, es que Pablo entiende perfectamente que si no fuera por aquel aguijón, él se perdería en la locura del orgullo, de la soberbia, del ego.

 

El Señor necesita más de nuestra debilidad que de nuestra fortaleza. Nuestra fuerza propia es la oportunidad del pecado, porque a partir de lo que creemos es nuestra fortaleza, nos vence, nos derrota, nos destruye. Muchas personas vinieron a Cristo siendo ya grandes. Ya eran reconocidos por su fortaleza, por su valentía, por su sabiduría, por su rectitud. Todo eso no es malo, pero abre la puerta a la intervención del enemigo de nuestras vidas cuando no se tiene control sobre ello.  Si una persona es sabia, eso es bueno; pero si cree que sabe más que cualquier hombre sobre la tierra, pronto llegará a creer que sabe más que Dios y entonces, será malo.  Sin darse cuenta, irá cayendo en la trampa que le ha tendido su propio orgullo, su propia autosuficiencia, y entonces vendrá la caída.  Es por eso, que Dios permite que veamos nuestros errores, que miremos nuestros fracasos, pero muchas veces, el orgullo nos impide ver la verdad.

 

¿De qué verdad hablamos? De la misma que descubrió el gran Pablo: somos solamente seres humanos y entre nosotros no hay súper-hombres o súper-mujeres; solamente hombres y mujeres con muchas cualidades y otros tantos defectos.

 

En segundo lugar, dejándole sentir la debilidad en la carne.  ¿Cuál era el aguijón de Pablo? Era  una enfermedad humillante, aunque no se sabe con certeza qué clase de mal era aquél, el mismo Pablo reconoce que era humillante. Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera; (7) La palabra “abofetear” es aquí clave para comprender lo que Pablo sentía. Usa una palabra que continuamente se mencionaba  en su tiempo para referirse a una costumbre muy común para con los esclavos. Su dueño, les abofeteaba continuamente en público, y eso era humillante para el esclavo.

 

2.2. Esta palabra es importante porque nos habla de una humillación frente a la cual, el esclavo nada puede hacer. Pertenece a su dueño y sólo le queda soportar la humillación. Para Pablo era humillante aquella enfermedad, le exhibía públicamente sin que él lo pudiera evitar. Muchos creen que era una dolencia en la piel que, lógicamente, todos miraban y él no podía esconder sin sentir vergüenza.  Pero Pablo pertenecía al Señor y nada podía hacer sino entender porqué Dios permitía aquello. Y lo entendió.

 

¿Cuál es nuestro aguijón? Cualquiera que sea, no ha sido enviado por Cristo, eso sólo sucedió con Pablo. Nuestra falta de afectos, el sentirnos siempre superiores a los demás, el pisotear a todo el que no piensa como nosotros. Cualquiera que sea, nace del orgullo. Quizá no nos damos cuenta, pero eso es un mensajero de Satanás que nos abofetea continuamente. Aunque no siempre nos humilla públicamente, nosotros sabemos la verdad, y aun en lo privado sabemos que aquello nos domina, nos sentimos incapaces de vencerlo, nada podemos hacer. Sufrimos, lamentamos, nos dolemos, pero seguimos igual día tras día, sufriendo la humillación del mal.

Pablo comprendió que el primer paso era reconocer su debilidad y entonces, el poder de Dios se perfeccionaría en su vida. Toda persona que se siente dominada por un aguijón en la carne, por ese mal que arruina su vida física, emocional, social, debe darse una oportunidad en Cristo. El primer paso es reconocer que está siendo abofeteado o abofeteada por un emisario del mal y que sólo reconociendo su condición de esclavitud,  el poder de Cristo se perfeccionará en su vida. Si nuestra fortaleza es la oportunidad del enemigo, nuestra humillación es la oportunidad de Dios.

 

En conclusión,  vengamos a Cristo y reconozcamos delante de él nuestras debilidades, eso hará  la diferencia entre seguir siendo humillados por nuestras debilidades o ser perfeccionados en el poder de Cristo. La gracia de Dios en Cristo, nos debe bastar para vencer en este conflicto.

 

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